Llegan cuatro, o diez, o cuarenta, o doscientos gilipollas y se pegan. Y matan a una persona y la tiran al río. Y se lían a golpes con los que van al tanatorio a velar su cuerpo mientras decenas de buitres afilan sus lenguas viperinas, junto a sus lápices, para decir que todos son igual de gilipollas. Ahora llegan cuatro, o diez, o cuarenta, o doscientos periodistillas y se aúnan para gritar, cual fuenteovejuna, que no se deja matar quien no acude a una cita para pegarse, aunque la cita sea sólo uno de los posibles escenarios —aunque ya estamos acostumbrados a emitir juicios antes que la propia Justicia, claro—.
Y entonces llegan cuatro, o diez, o cuarenta, o doscientos políticos de medio dedo de lo que en mi casa se llama chopo y dicen que se acabó. Que la muerte de uno de los gilipollas [sic.] no es…
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